La cámara roja, Edogawa Rampo

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La cámara roja


LOS SIETE sepultureros, entre los que también me incluía yo, nos reunimos para nuestro habitual intercambio de espeluznantes historias de terror. Nos acomodamos en las mullidas butacas tapizadas de terciopelo escarlata que se hallaban en la sala conocida con el nombre de «Cámara Roja», y aguardamos expectantes a que el narrador de aquella noche iniciara su relato. En medio del grupo había una gran mesa redonda, asimismo forrada de terciopelo escarlata, sobre la que descansaba un candelabro rallado en bronce donde parpadeaban las llamas de eres enormes velas. En todos los lados de la estancia, incluso ante las puertas y las ventanas, colgaban unas pesadas cortinas de tela roja en las que se formaban elegantes pliegues desde el techo hasta el suelo. Las llamas de las velas proyectaban en las cortinas las monstruosas sombras alargadas de la secreta sociedad de los siete con un cono más oscuro, semejante al de la sangre. Las siete siluetas ascendían y descendían, se expandían y se contraían, se deslizaban entre las curvas de la cela encarnada como horribles insectos. En el interior de esta cámara siempre tenía la impresión de estar sentado sobre el vientre de alguna gigantesca bestia prehistórica, y también me invadía la sensación de que era capaz de percibir los latidos de su corazón en un lento compás acorde con su imponente tamaño. Todos permanecimos en silencio durante unos instantes. Allí sentado con el resto de los presentes como un hechizado, fijé de modo inconsciente la visea en los imprecisos rostros dorados de un intenso cono rojizo que había alrededor de la mesa, y empecé a temblar. A pesar de lo familiares que me resultaban las caras de los demás, siempre que los observaba de cerca notaba escalofríos recorriendo mi espalda de arriba abajo, ya que se mostraban en todo momento sin expresión ni movimiento alguno, como las máscaras japonesas del teatro Noh. Tanaka, que había sido iniciado en la sociedad hacía muy poco tiempo, se aclaró la garganta y por fin se decidió a hablar. Se sentó en el borde de su silla sin apartar la vista de las llamas de las velas. Por casualidad eché 97 un vistazo a su barbilla, pero lo que vi más bien recordaba a un bloque cuadrangular moldeado en hueso, sin carne ni piel, y todo su rostro se asemejaba al de una fea marioneta que hubiera cobrado vida de un modo misterioso. —Tras haber sido admitido en la sociedad como miembro de pleno derecho —comenzó Tanaka de repente y sin introducción alguna—, iniciaré mi contribución a la misma con mi primer cuenco de terror. Como ninguno de nosotros realizara ningún movimiento ni comentario, decidió empezar su narración sin perder tiempo: Creo (señaló) que soy una persona cuerda y que todos mis amigos darían fe de mi equilibrio mental, aunque dejo a juicio de los presentes si esto es cierto o no. Sí, ¡bien pudiera resultar que estoy loco! O quizá el mío no sea más que un caso de simple y leve neurosis. En cualquier caso, debo admitir que la vida siempre me ha resultado tediosa…, y que para mí, la rutina cotidiana del hombre corriente es, y siempre será, un odioso aburrimiento. Al principio me concedía a mí mismo diversos entretenimientos con el objeto de distraer la mente, pero, por desgracia, nada parecía aliviar mi profundo hartazgo. Por el contrario, todo lo que hacía daba siempre la sensación de aumentar aún más mi decepción. No dejaba de preguntarme si acaso no existiría diversión alguna para mí en la vida, si quizá estaba destinado a morir de puro hastío. Poco a poco fui cayendo en un estado de apatía del que no había posibilidad aparente de huida. Nada de lo que realizaba, nada en absoluto, lograba satisfacer mi imaginación. Todos los días hacía tres comidas, y cuando llegaban las sombras de la noche me metía en la cama. Me iba dominando la idea de que estaba camino de la locura absoluta. Comer y dormir, comer y dormir…, igual que los cerdos. Si las circunstancias me hubieran obligado a ganarme la vida, quizá aquel constante tedio habría disminuido un tanto. Pero no tuve esa suerte. Con ello no quiero dar a entender que fuera fabulosamente rico. De haber sido así también hubiera tenido la posibilidad de resolver el problema, ya que con toda seguridad el dinero me habría proporcionado gran cantidad de situaciones excitantes: las orgías propias de una existencia marcada por el lujo, las excentricidades ligadas a la vida disipada, o incluso los deportes sangrientos, como en la época de Nerón y los gladiadores, todo ello con el único límite que me impusiera mi riqueza. Pero mi desgracia consistía en no ser ni pobre de solemnidad ni tampoco rico, solo tenía bien cubiertas mis 98 necesidades con el dinero suficiente para asegurarme un modo de vida propio de la clase media. Si me hallara ante un público corriente, en este momento me explayaría acerca de las torturas que conlleva una vida aburrida. Pero sé que para ustedes, caballeros de la Sociedad de la Cámara Roja, es algo innecesario. Es obvio que la creación de esta sociedad tenía como objetivo desterrar el espectro del tedio que se ha apoderado de ustedes al igual que ha hecho conmigo. Por lo tanto, no me detendré en ese tema y continuaré el relato. Como ya he apuntado, mantenía una lucha constante que se materializaba en una absorbente pregunta: ¿qué podía hacer para divertirme? En algunas ocasiones le daba vueltas y más vueltas a la idea de convertirme en detective y hallar placer en la búsqueda de criminales. En otros momentos reflexionaba sobre las posibilidades de los experimentos psíquicos, o hasta del erotismo. ¿Qué tal si me dedicaba a hacer películas de contenido obsceno? ¿No sería incluso mejor llevar a cabo producciones teatrales con un reparto de prostitutas y maníacos sexuales? Se me ocurrían otras ideas, como visitar manicomios y prisiones, o, si me daban permiso, asistir a ejecuciones. Pero, por algún motivo, ninguna de aquellas ocurrencias me seducía de verdad. Por decirlo de algún modo, parecían una bebida suave ofrecida a un dipsomaníaco que se moría por ingerir ginebra y absenta, coñac y vodka, todo mezclado en el mismo vaso. Sí, eso es lo que yo necesitaba, un fuerte trago de diversión, de auténtica y vivificante diversión. De repente, cuando ya me hallaba a punto de arrojar la toalla en la búsqueda de una solución para aquel problema, se me ocurrió una idea…, una terrible idea. Al principio traté de apartarla de mi pensamiento, ya que aquello conducía a mi mente por unos caminos repletos de ciénagas y de trampas. Y yo sabía que si no controlaba mis impulsos me condenaría. Sin embargo, a pesar de todo, aquella idea seguía ejerciendo sobre mí una peculiar fascinación que jamás había experimentado hasta entonces. Para abreviar, caballeros, se trataba de… ¡un asesinato! Sí, por fin había dado con algo apropiado para una personalidad como la mía, para un hombre dispuesto a todo con tal de obtener una emoción verdadera. Terminé por convencerme de que mi mente nunca descansaría hasta que no hubiera cometido unos cuantos crímenes, de ahí que pusiera en marcha varios planes diabólicos cuidadosamente elaborados con el único propósito de satisfacer mis ansias de distracción. Y llegados a este punto, ¡permítanme que antes de seguir adelante confiese ante ustedes que he sido el autor de las muertes de casi un centenar de hombres, mujeres y niños! ¡Sí, 99 cerca de cien vidas inocentes sacrificadas en el altar de mi excentricidad! Quizá hayan llegado ustedes a la conclusión de que ahora estoy arrepentido de los espantosos crímenes que he cometido. Pues bien, sepan que no es así en absoluto. A decir verdad, no siento el menor remordimiento. En realidad sucede todo lo contrario, ¡porque el problema consiste en que carezco de conciencia! Por esa razón, en lugar de verme atormentado por el recuerdo de mis actos, como le ocurriría a cualquier persona normal, hasta he llegado a hartarme del sangriento estímulo que suponía el asesinato. De nuevo me puse a buscar alguna diversión satisfactoria y adquirí el vicio de fumar opio. Poco a poco me convertí en un adicto y en la actualidad no puedo pasarme sin echar mano de mi pipa cada cieno tiempo. Hasta este momento, caballeros, me he limitado a mencionar las circunstancias de mi pasado: el asesinato, aún no descubierto, de cerca de cien personas. Soy consciente, no obstante, de que el Juez Supremo que dictará la sentencia que merecen todos mis crímenes ya está exigiendo mi presencia ante las puertas de la eternidad para hacerme arder en el fuego del infierno. Ahora pasaré a relatar los diversos acontecimientos que formaron parte de mi premeditado festival de crímenes. ¡No tengo la más mínima duda de que cuando hayan oído todos los truculentos detalles me considerarán un miembro digno de su sociedad secreta! Todo comenzó hace tres años. En aquella época, como ya saben, estaba cansado de los pasatiempos habitual es y me dedicaba a perder el tiempo haciendo el vago. Una noche de primavera (aunque hacía aún bastante frío, por lo que puede que fuera a finales de febrero o principios de marzo) tuve una extraña experiencia, el incidente que realmente me condujo a poner fin a casi un centenar de vidas. Había salido hasta tarde, y, si no recuerdo mal, estaba algo borracho. Era más o menos la una de la mañana. Mientras iba paseando con tranquilidad de vuelta a casa, me encontré con un hombre que parecía hallarse en un estado de gran confusión. Me di un buen susto porque casi chocamos, pero daba la impresión de que su temor era todavía mayor que el mío, ya que se paró en seco y se echó a temblar. Instantes después me miró a la cara bajo la tenue iluminación de una farola y, para sorpresa mía, habló de repente: —¿Vive algún médico por esta zona? —inquirió. —Sí —respondí de inmediato, y luego le pregunté qué había sucedido. El hombre explicó a coda prisa que trabajaba romo chófer y que acababa de tener un accidente en el que había atropellado y herido a un anciano, al parecer un vagabundo, no muy lejos de allí. Al señalar hacia el lugar del suceso, me di cuenta de que se había producido en el barrio en el que estaba mi casa. —Siga a mano izquierda durante un par de manzanas —le indiqué— y verá un edificio con una luz roja también a la izquierda. Es la consulta del Dr. Matsui. Lo mejor es que vaya allí. Poco después vi al chófer con el hombre gravemente herido a cuestas en dirección a la casa que yo le había dicho. Por algún extraño motivo no dejé de mirar a aquellas dos borrosas figuras hasta que se hubieron desvanecido en la oscuridad. Como pensaba que no era aconsejable inmiscuirse en un asunto de tal naturaleza, regresé a mi piso de soltero y me acosté enseguida en la cama que mi vieja ama de Havo había preparado. Acto seguido, el alcohol que había en mi organismo me sumió en un profundo sueño. Si hubiera olvidado todo lo relacionado con el accidente mientras estaba dormido, aquella historia se habría terminado esa misma noche. Sin embargo, cuando a la mañana siguiente me desperté, recordaba hasta el último detalle de ese episodio. Empecé a preguntarme si el hombre atropellado habría sucumbido a la gravedad de las heridas o si habría sobrevivido. Entonces una súbita sacudida se apoderó de mi menee. A causa de algún extraño capricho del cerebro, o quizá por culpa del vino que tenía en el cuerpo. Había cometido un gran error a la hora de indicarle al chófer el camino que debía tomar. Me quedé de piedra. A pesar de lo borracho que pudiera estar, tenía la convicción de que mi cabeza funcionaba a la perfección. En ese caso, ¿por qué motivo le había dicho al conductor del coche que llevase al hombre inconsciente a la consulta del Dr. Matsui? —Siga a mano izquierda durante un par de manzanas y verá un edificio con una luz roja también a la izquierda… Recordaba cada una de las palabras que había pronunciado. ¿Por qué …, por qué no le dije a aquel hombre que fuera hacia la derecha y que al pasar la primera manzana buscara al Dr. Kato, un famoso cirujano? Matsui, el médico que le había recomendado al chófer, era un notorio curandero sin la menor experiencia en el ámbito de la cirugía. Por el contrario, el Dr. Kato tenía una brillante reputación en ese campo. Conocedor como era de todas esas circunstancias, no podía dejar de preguntarme qué me había llevado a cometer un error tan burdo. Mi preocupación por aquella metedura de pata era cada vez mayor, de modo que pedí a mi anciana ama de llaves que hiciera algunas discretas averiguaciones entre los vecinos. Tras llevar a cabo su misión, supe que había ocurrido lo peor. La labor quirúrgica del Dr. Matsui fue un absoluto fracaso y la víctima del accidente había fallecido sin llegar a recuperar la con ciencia. De ser cienos los rumores que corrían por el vecindario, cuando el hombre malherido llegó a la consulta el Dr. Matsui no informó de su inexperiencia como cirujano. A pesar de todo, si en el último momento hubiera enviado al chófer y al accidentado a casa del Dr. Kato, este aún habría podido salvar a aquel desgraciado. Al enterarme de todo lo anterior la sangre pareció helárseme en las venas. Me pregunté a quién debía considerarse como auténtico responsable del óbito de ese pobre hombre. El chófer y el Dr. Matsui, sin duda alguna, tenían su parte de culpa. Y si había que castigar a alguien era evidente que los guardianes de la ley terminarían escogiendo al conductor. Y, sin embargo, ¿acaso no era a mi a quien de verdad se debía achacar aquella muerte? ¡Si yo no hubiera cometido el error fatal de dar las señas del médico equivocado, quizá el pobre fallecido seguiría vivo! El chófer no había hecho más que herir a la víctima…, no la había matado en el acto. Y en lo que respecta al Dr. Matsui, su fracaso solo era atribuible a sus escasos conocimientos quirúrgicos, pero a nada más. Sin embargo, yo…, yo era culpable de una negligencia criminal con la que había dictado la sentencia de muerte de un hombre inocente. No cabía la menor duda de que en un sentido estricto no era culpable, ya que lo único que había hecho era cometer un terrible error. Y, sin embargo, la idea de que había dado unas indicaciones equivocadas de manera deliberada no dejaba de rondarme por la cabeza. ¡Ni que decir tiene que en ese caso sería culpable de asesinato! Y, a pesar de todo, aunque el peso de la ley recayera sobre el chófer, yo, el auténtico asesino, ¡quedaría libre de toda sospecha! Además, incluso si llegaran a relacionarme de algún modo con el caso, ¿me enviarían a la horca tras declarar que me había olvidado por completo del Dr. Kato, el cirujano experto, debido al estado de intoxicación etílica en que me hallaba? Todos aquellos pensamientos planteaban un problema fascinante. Caballeros, ¿han reflexionado ustedes acerca del asesinato tras escuchar estas palabras? Yo, por mi parte, no lo había tenido en consideración hasta pasar por todo lo que les he relatado. Si piensan en ello con calma llegarán a la conclusión de que el mundo es, sin duda, un lugar peligroso. ¿Acaso podría alguno de ustedes saber si alguien como yo le ha enviado al médico equivocado… de manera intencionada, con intención criminal? Probaré mi teoría dándoles a conocer otro ejemplo de cómo es posible perpetrar un crimen perfecto sin riesgo alguno de levantar sospechas.  Supongamos que un día ven a una anciana mujer de pueblo cruzando una calle del centro de la ciudad, y que está a punto de pasar por encima de los raíles del tranvía. El tráfico, como también es de imaginar, es muy denso a causa de los automóviles, las bicicletas y los carruajes. En tales circunstancias sería lógico pensar que esa mujer está hecha un manojo de nervios, ya que su rústica condición le hace difícil desenvolverse con naturalidad en una gran ciudad. Supongan ahora que en el mismo instante en que pone el pie sobre el raíl el tranvía se dirige a coda velocidad hacia ella. Si la anciana no se da cuenta de ello y sigue cruzando no sucederá nada. Pero da la casualidad de que alguien grita: «¡Cuidado, señora!» ¿cuál sería la lógica reacción de la mujer? No hace falta decir que se daría un gran susto y se detendría para decidir si continuar o volver sobre sus pasos. Es obvio que si el conductor del tranvía no logra frenar a tiempo, esas simples palabras, «¡Cuidado, señora!», serían un arma tan peligrosa como un cuchillo o una pistola. Yo mismo maté a una vieja campesina con este método…, pero sobre eso volveré más adelante. (Tanaka hizo una pausa y en su enrojecido rostro se dibujó una mueca horrible). Sí, ¡en un caso así la persona que diera la voz de alarma se convertiría en el auténtico asesino! Sin embargo, ¿quién sospecharía de sus intenciones criminales? ¿Quién podría imaginar que había eliminado de manera deliberada a una completa extraña solo para satisfacer sus ansias de matar? ¿Acaso no interpretaría cualquiera su comportamiento como el propio de un buen ciudadano que solo trataba de evitar que otro ser humano sufriera un accidente? ¡Ni siquiera el muerto tendría motivos para reprocharle nada! En realidad, más bien me inclino a pensar que aquella anciana moriría con una palabra de agradecimiento en sus labios… a pesar de haber sido asesinada. Caballeros, ¿capean ustedes ahora la belleza de mi argumentación? La mayor parce de la gente cree que siempre que alguien comete un crimen su destino es ser descubierto y castigado de inmediato. Pocos, muy pocos, parecen darse cuenca de que muchos asesinos pueden quedar impunes simplemente adoptando la táctica adecuada. ¿Van ustedes a negarlo? Como es posible deducir de los dos ejemplos que he mencionado, los métodos para llevar a cabo un crimen perfecto son casi ilimitados. En lo que a mí respecta, sentí una inmensa alegría apenas hube descubierto el secreto. Qué gran generosidad la del Creador, pensé cayendo de lleno en la blasfemia, que nos brindaba tantas posibilidades para perpetrar crímenes sin que jamás salieran a la luz. Sí, estaba loco de contento con aquel hallazgo. No dejaba de repetir «¡Qué maravilla!». ¡Y sabía muy bien que mi teoría, una vez llevada a la práctica, pondría a mi merced las vidas de la mayoría de los seres humanos! En mi cabeza, poco a poco, fue madurando la idea de que en el asesinato tenía la clave para resolver el problema de mi aburrimiento perpetuo. No servía cualquier clase de asesinato, me decía yo, ¡debía tratarse de crímenes capaces de despistar al mismísimo Sherlock! ¡El remedio perfecto para el tedio! Durante los tres años siguientes me dediqué en cuerpo y alma al estudio minucioso de la ciencia del homicidio, tarea que me hizo olvidar muy pronto el aburrimiento que había tenido que soportar hasta entonces. Me veía en el papel de un moderno Borgia. Y como tal me juré a mí mismo que no pararía hasta acabar con la vida de cien personas. Introduciría, no obstante, una variación: en lugar de veneno yo mataría con el arma de la estrategia criminal. No tardé en dar comienzo a mi carrera de asesino, y hace no más de tres meses alcancé el umbral de las noventa y nueve vidas arrebatadas sin que nadie haya sabido que soy yo el responsable de esas muertes. Para redondear la cifra hasta el número cien solo me queda un asesinato. Pero, hagamos un pequeño paréntesis… ¿Les gustaría saber cómo maté a la víctima número noventa y nueve? No me guiaba, por supuesto, motivo personal alguno para elegir a ninguna de esas personas. Mi único interés residía en el arte del asesinato y nada más. Por consiguiente, ¡jamás utilicé dos veces el mismo método! La técnica variaba siempre, ya que el simple esfuerzo de idear nuevos modos de matar llenaba mi corazón de un infame placer. Por desgracia no dispongo de tiempo para explicar cada una de las noventa y nueve modalidades de asesinato que he empleado. Por tanto, me limitaré a citar las cuatro o cinco más destacables de entre todas las que se me ocurrieron. Mi primera víctima fue un masajista ciego que tuvo la poca fortuna de residir en mi barrio. Como suele suceder con las personas discapacitadas, se trataba de un cipo muy testarudo. Por ejemplo, si alguien tenía el amable detalle de avisarle de algún peligro, él se empeñaba siempre en hacer exactamente lo contrario con una actitud que daba a encender de modo contundente esta idea: «No te rías de mí porque sea ciego. Me las puedo arreglar muy bien sin ti». Un día iba yo paseando por una calle bastante concurrida cuando vi al obstinado masajista dirigirse hacia donde me encontraba. Conforme a su condición de estúpido engreído, caminaba deprisa por aquella vía, con el bastón sobre el hombro, mientras tarareaba una canción. No muy lejos de allí divisé una profunda zanja excavada por un grupo de obreros que estaban reparando el alcantarillado de la ciudad. Debido a su ceguera, no podía ver la señal de «¡Peligro! ¡Obras!» y seguía andando directo hacia la zanja sin adoptar ninguna precaución. De pronto se me ocurrió una brillante idea. —Hola, Sr. Nemoto —grité con aire de familiaridad, ya que había requerido con frecuencia sus servicios como masajista. Acto seguido, antes incluso de que tuviera la oportunidad de devolverme el saludo, le avisé del peligro. —¡Cuidado! —grité—. ¡Váyase un poco hacia la izquierda! El cono de voz que empleé, por supuesto, era el que se suele adoptar cuando se quiere gasear una broma. Tal y como yo había sospechado, el masajista picó en el anzuelo. En lugar de echarse a la izquierda, continuó su camino por donde iba. —¡Ja, ja, ja! —se rió a carcajadas—. ¡A mí no me engañas! Dio tres temerarios pasos aún más largos de lo normal hacia la derecha para demostrar que ignoraba mi advertencia de forma deliberada, y un instante después había caído en la zanja cavada por los obreros del alcantarillado. Nada más ver lo que pasaba corrí hacia el borde de la unja simulando gran alarma y preocupación. Por dentro, no obstante, me preguntaba si había logrado matarlo. En el fondo de la zanja vi tirado a aquel hombre, hecho un guiñapo y sangrando profusamente por la cabeza. Al fijarme un poco mejor me di cuenta de que también tenía la nariz y la boca cubiertas de sangre, y el rostro había adquirido un tono lívido con ciertos tintes amarillentos muy desagradables. ¡Pobre diablo! ¡Se había mordido la lengua en la caída! En poco tiempo se reunió una gran multitud, y tras muchos esfuerzos logramos subirlo a la calle. Cuando lo rumbamos en la acera, aunque muy débilmente, todavía respiraba. Alguien corrió a llamar una ambulancia, pero llegó demasiado tarde: el infortunado masajista ya había abandonado este mundo. El caso es que mi plan había funcionado a la perfección. ¿Y quién iba a sospechar de mí? ¿Acaso no me había llevado siempre bien con aquel hombre, acudiendo con frecuencia a su consulta? Por si eso fuera poco, ¿no había sido yo quien le había indicado que se echara hacia la izquierda en un intento de evitar que cayera en la zanja? Con una trama tan bien pensada, ni al más sagaz de los detectives se le pasaría por la cabeza que mis palabras de «amable advertencia» albergaran en realidad la intención de matar a sangre fría. ¡Oh, qué terrible modo de divertirse! Y aun así, ¡qué feliz era! La alegría que obtenía con cualquier nueva estrategia para asesinar era comparable a la de la inspiración de un artista a la hora de dar con una  nueva idea para un cuadro. Y en cuanto al estado de nervios en que me sumía en cada una de las ocasiones, se veía compensado con creces por la desbordante satisfacción que mis éxitos me proporcionaban. Otro horrible aspecto de mi carrera criminal consistía en que siempre volvía a pensar en los diversos escenarios de los asesinatos que yo había creado y, al igual que un vampiro que se relame tras un festín, me regodeaba recordando a las inocentes víctimas de mi crueldad entregando sus preciosas vidas. Ahora pasaré a relatar un nuevo capítulo de esta serie. Era verano. Acompañado por un viejo amigo mío, a quien ya había elegido como mi próxima víctima, me fui de vacaciones a un remoto pueblo de pescadores en la provincia de Awa. En la playa no nos encontramos con muchos turistas de la ciudad; la mayoría de los bañistas eran bronceados jóvenes naturales de aquella localidad. De cuando en cuando veíamos por la costa a algunos estudiantes dispersos con cuadernos de dibujo en la mano y fascinados por el paisaje. Se mirase como se mirase, se trataba de un lugar muy anodino y solitario. Uno de sus mayores inconvenientes era que apenas se veían esas chicas atractivas tan habituales en los destinos turísticos de mayor fama. En lo que respecta a nuestro alojamiento, recordaba a las pensiones más baratas de Tokio; la comida era desagradable, y nada, excepción hecha del pescado fresco y crudo, parecía tener la capacidad de satisfacer nuestro paladar. Sin embargo, daba la sensación de que mi amigo estaba disfrutando de su estancia allí, sin sospechar siquiera que yo lo había llevado hasta aquel lugar con un claro objetivo: asesinarlo. Un día lo conduje hasta un sitio en el que la línea de cosca estaba constituida por altos acantilados, a una distancia notable del pueblo. Me quité la ropa a coda velocidad y grité: —¡Esto es ideal para tirarse de cabeza! Después me coloqué de tal manera que pareciese que iba a salear al agua. —¡Tienes razón! —contestó mi amigo. ¡Es un lugar maravilloso para lanzarse al agua! Y también él comenzó a desnudarse. Tras permanecer unos instan tes sobre el borde del acantilado, extendí los brazos sobre la cabeza y de nuevo grité con todas mis fuerzas. —¡Uno, dos, tres! Y acto seguido me sumergí de cabeza en el agua con un limpio movimiento digno de la gracilidad de un cisne. Ahora bien, tan pronto como mi cabeza tocó el agua retorcí el cuerpo hasta formar con él una curva ascendente, logrando así una inmersión de poco más de un metro de  profundidad. Seguí nadando un poco más de ese modo antes de salir. Esta técnica de buceo superficial en absoluto era nueva para mí, ya que la había perfeccionado en mis primeros años en el instituto. Finalmente, saqué la cabeza del agua haciendo pie a unos diez metros de la orilla, me sacudí el agua de la cara y animé a mi amigo. —Vamos —chillé—. Puedes tirarte sin miedo. ¡Es como si no hubiera fondo! Mi amigo, que no se imaginaba nada extraño, asintió, se situó en el borde del acantilado y se tiró. Penetró en el agua haciendo un intenso ruido al salpicar, pero no volvió a aparecer hasta bastante tiempo después. No hace falta decir que aquello no me sorprendió, porque yo conocía la existencia de una piedra grande y muy irregular a una profundidad de menos de tres metros, aunque de eso era imposible darse cuenta desde arriba. Ya me había ocupado con antelación de inspeccionar la zona y la había considerado perfecta para mis planes. Puede que ustedes ya sepan que cuanto mejor se tira uno de cabeza, menos profundidad alcanza en el agua. Como experto que era, yo había logrado salir a la superficie sin entrar en contacto con aquella peligrosa roca. Pero mi amigo, un novato, se había sumergido hasta el fondo. El resultado no podía ser distinto al que fue: murió con el cráneo roto. En efecto, tras esperar un poco más de tiempo, salió a la superficie como un atún muerto meciéndose a merced de las olas. Quise mostrarme como alguien realmente interesado en rescatarlo y agarré el cuerpo para llevarlo desde el agua hasta la orilla. Luego lo dejé sobre la arena y corrí al pueblo para dar la voz de alarma. Enseguida conseguí que varios pescadores, casualmente ociosos tras una ajetreada mañana recogiendo sus redes, respondieran a mi llamada de auxilio y me acompañaran a la playa. Pero yo sabía desde el primer momento que a mi amigo ya no le servía ayuda terrenal alguna. Seguía en la orilla, hecho un guiñapo como yo le había dejado, con la cabeza rota como si de una cáscara de huevo se tratara: la verdad es que ofrecía una estampa digna de lástima. Los pescadores negaron con la cabeza nada más verlo. —No podemos hacer nada —aseguraron—. ¡Ya está muerto! He sido interrogado por la policía solo dos veces a lo largo de toda mi vida, y aquella fue una de ellas. Debido a mi condición de único testigo del «accidente», era inevitable que lo hicieran. Pero, teniendo en cuenta que era notoria la gran amistad existente entre la víctima y yo, no cardé en quedar al margen de toda sospecha. —Es más que evidente —afirmaron los confiados agentes de policía —, que ustedes, como cipos de la ciudad que son, no se dieron cuenta de la presencia de esa piedra. El veredicto del juez de instrucción fue el de «muerte accidental». Incluso se dio la irónica circunstancia de que los policías que me habían exonerado de toda responsabilidad me ofrecieron sus condolencias. —Sentimos de verdad la pérdida de su amigo —fueron sus palabras. Por dentro yo me reía a carcajada limpia. Bien, como ya he apuntado antes, si tuviera que hablar de todos mis asesinatos uno por uno, me temo que no terminaría nunca. A estas alturas ya sabrán ustedes qué quiero decir con crímenes perfectos. Cada uno de los asesinatos que he llevado a cabo fue el producto de un inteligente y premeditado plan cuyo objetivo era no dejar prueba alguna. En una ocasión me hallaba yo entre los espectadores de un circo y logré captar la atención de una mujer equilibrista que caminaba sobre un alambre situado a gran altura, adoptando una postura en extremo curiosa: la postura era en verdad tan curiosa y obscena que me da vergüenza describirla aquí. La consecuencia, por supuesto, fue que resbaló y se mató en la caída, ya que había querido demostrar su orgullo al andar sobre la cuerda floja sin red de seguridad. Otra vez, en el escenario de un incendio, y con toda la sangre fría del mundo, a una mujer histérica en busca de su hijo le dije que yo lo había visto durmiendo en el interior de la casa. Me creyó sin pestañear y se precipitó hacia las llamas mientras yo la animaba gritando: —¿No oyes su llanto? ¡Está llorando, llorando para que vayas a buscarlo! Aquella mujer, por supuesto, murió abrasada. Y lo más irónico de todo fue que el niño había estado desde el principio fuera de peligro en alguna otra parte. Otro ejemplo de los que puedo ofrecerles es el de una chica a punto de suicidarse saltando a un río. En el momento clave, cuando casi había decidido no hacerlo, grité: «¡Espera!». Fue tal su sorpresa que perdió los nervios y, sin dudarlo más, se lanzó al agua y se ahogó. Es una nueva demostración de que una palabra en apariencia inocente es capaz de poner fin a la vida de una persona. En fin, como habrán comprobado ustedes, esta clase de historias prácticamente no tiene fin. Por otro lado, el reloj de la pared me recuerda que se está haciendo tarde, de modo que concluiré mi relato de esta noche contándoles un nuevo crimen del que salí indemne, aunque del que les hablaré a continuación es en realidad un asesinato de masas. Este caso tuvo lugar la pasada primavera. Quizá hasta recuerden la noticia que apareció en los periódicos por entonces: daba cuenta del descarrilamiento y vuelco de un tren en la línea Tokio-Karuizawa, con la posterior pérdida de un elevado número de vidas. Pues bien, esa catástrofe es a la que me refería. La verdad es que fue el más sencillo de todos, a pesar de que me llevó mucho tiempo elegir un lugar adecuado para ejecutar mi plan. Desde el primer momento, no obstante, tuve claro que el sitio debería estar en algún punto de la línea férrea que conducía a Karuizawa; esta línea atraviesa una solitaria región montañosa, el escenario idóneo para mi trama, y además se trataba de un recorrido ferroviario en el que ya se habían producido muchos accidentes. Por fin escogí un barranco próximo a la estación de Kumano-Taira. Allí había un balneario bastante bueno, y me alojé en un hostal de la zona haciéndome pasar por un turista que iba a estar una larga temporada bañándose a diario en aquellas aguas de propiedades medicinales. Esperé el momento oportuno durante unos diez días y entonces creí que ya era hora de actuar. Un día salí a pasear por una cercana senda de montaña. Después de una hora de camino, llegué a la cima de un alto precipicio situado a varios kilómetros del hostal. Allí me quedé hasta que cayeron las sombras de la noche. Justo debajo del talud, las vías del tren trazaban una cerrada curva. Al otro lado de los raíles se abría un profundo barranco que albergaba entre la bruma una corriente de aguas rápidas. Instantes más tarde, mi hora cero había llegado. Aunque nadie podía verme, fingí trastabillarme y le di una patada a una gran piedra situada de tal modo que aquel gesto bastó para hacer que rodase hacia el fondo del precipicio, exactamente sobre la vía del eren. Había planeado repetir la operación una y otra vez con otras rocas de haber sido necesario, pero de inmediato supe, entusiasmado, que la piedra había caído sobre uno de los raíles, en el preciso lugar en el que yo quería que lo hiciera. En media hora tenía que pasar por aquella vía el tren de la capital. En medio de la oscuridad, y con la piedra al salir de la curva, al maquinista le sería imposible reaccionar. Una vez dispuesto el escenario del crimen, me dirigí a toda prisa hacia la estación de Kumano-Taira (sabía que el trayecto me llevaría algo más de media hora), entré como una exhalación en el despacho del jefe de estación y, sin perder un segundo, le solté la noticia: —¡Ha ocurrido algo terrible! Todos los empleados del ferrocarril me miraron con preocupación y preguntaron qué había querido decir. —Soy cliente del balneario —expliqué, con la respiración entrecortada—. Hace un rato es taba dando un paseo junto al precipicio que hay sobre la línea de ferrocarril, a unos seis kilómetros de aquí. Tropecé y sin querer le di una patada a una piedra que cayó sobre las vías. Casi al instante comprendí que si un tren pasaba por allí descarrilaría. Por tanto, traté desesperadamente de encontrar un sendero para bajar y quitar la roca, pero como soy forastero no hallé la forma de descender. Consciente de que no había tiempo que perder, vine hasta aquí lo más rápido que me lo permitían mis piernas para avisarles. Seguro que ustedes pueden evitar que haya una catástrofe. Cuando terminé de hablar, el jefe de estación palideció. —Se trata de un asunto muy grave —reconoció casi sin voz—. El tren de la capital acaba de pasar por esta estación. ¡Ya habrá llegado a ese punto! Aquello, desde luego, era precisamente lo que yo esperaba oír. De pronto sonó el teléfono, pero antes incluso de que nadie levantara el auricular, yo ya sabía la noticia. Sí, ¡había sucedido lo peor! El tren había descarrilado y dos de los vagones habían volcado. Tardaron muy poco en llevarme a la comisaría del pueblo para interrogarme. Pero aquella hazaña era el producto de un cálculo largo y minucioso, de modo que tenía preparadas todas las respuestas. Tras las preguntas me dejaron marchar. Me llevé una buena reprimenda, por supuesto, pero ahí quedó todo. El caso es que con una simple piedra había conseguido terminar con la vida de no menos de diecisiete personas en un solo «accidente». Caballeros, el número total de asesinatos que he cometido hasta la fecha se eleva a noventa y nueve. En lugar de arrepentirme, sin embargo, solo he llegado a aburrirme con ese festival de sangre. Hoy no tengo más que un deseo: alcanzar la cifra de cien… poniendo fin a mi propia vida. Sí, bien pueden ustedes fruncir el ceño después de haber oído la relación de mis crueles actos. Ni el propio diablo sería capaz de superar mi infame condición. Y aun así, sigo insistiendo en que mi maldad no es más que la consecuencia del insoportable hastío. He matado…, ¡pero únicamente por el placer de matar! No albergaba malos sentimientos contra ninguna de mis víctimas. Para abreviar, el asesinato ha sido en mi caso una especie de juego. ¿Piensan que estoy loco? ¿Creen acaso que soy un maníaco homicida? Claro que lo piensan. Pero no me importa, porque estoy convencido de hallarme en buena compañía. Ya saben, Dios los cría… Esta cínica e insultante referencia puso fin a la desagradable historia del narrador, que nos miraba fijamente con sus estrechos ojos inyectados en sangre de un modo harto sospechoso. De pronto algo comenzó a relucir sobre la superficie de las cortinas de seda próximas a la puerta. Al principio parecía una gran moneda de plata, después adquirió el aspecto de una luna llena tratando de atisbar algo desde detrás de la canina. Poco a poco reconocí aquel misterioso objeto, una bandeja de plata de gran tamaño en manos de una camarera surgida por arte de magia, como venida de ninguna parte, para servimos algunas bebidas. Durante un fugaz instante creí ver una escena de Salomé, en la que la bailarina portaba en una bandeja la cabeza del profeta nada más ser separada del cuerpo. Incluso llegué a pensar que eras la bandeja haría su aparición de entre las cortinas un refulgente sable damasquino, o por lo menos una alabarda china. Mis ojos fueron acostumbrándose a la espectral figura de la camarera y lancé un suspiro de admiración: ¡se trataba de una auténtica belleza! Sin dar explicación alguna, se condujo con gracilidad entre los siete y empezó a servir las bebidas. Al coger el vaso noté que me temblaba la mano. Qué extraño misterio, pensé. ¿Quién era aquella mujer? ¿Y de dónde había salido? ¿Venía de algún mundo imaginario, o acaso se trataba de una de las chicas de alterne del restaurante que había abajo? De repente Tanaka habló, adoptando un tono despreocupado, idéntico al que había empleado para contar su historia…, pero las palabras utilizadas me asustaron. —¡Ahora voy a dispararte! —amenazó, no sin antes haber sacado un revólver del bolsillo y apuntar con él a la chica. Un segundo después tuvimos la sensación de que los gritos de sorpresa, la detonación del arma y el desgarrador chillido de la joven quedaban fundidos en un sonido único. Todos nos levantamos como un resorte de nuestros asientos y arremetimos contra aquel loco. Pero acto seguido nos detuvimos de forma súbita. Ante nuestros ojos, allí mismo, estaba la mujer que había recibido el disparo, sana y salva, aunque con los ojos en blanco. —¡Ja, ja, ja! —se echó a reír de pronto Tanaka con el tono histérico propio de un demente—. No es más que una pistola de juguete, solo de juguete. ¡Ja, ja! Creías que era de verdad, ¿no, Hanako? ¡Ja, ja…! Yo me preguntaba si el revólver era realmente de juguete. Tenía toda la apariencia de un arma auténtica…, con aquel humo dibujando volutas al salir de la boca del cañón. —¡Vaya susto que me ha dado! —gritó la camarera. Después trató de reír, pero la voz le salía hueca. Su rostro estaba tan blanco como un pastel de arroz. Instantes después se dirigió hacia Tanaka con aire dubitativo y pidió 111 examinar el arma. Tanaka accedió y la chica analizó con atención la pistola. —Oh, lo cierto es que parece de verdad, ¿no? —exclamó—. No tenía ni idea de que fuera un simple juguete. De pronto se puso a bromear y apuntó a Tanaka con aquel revólver de seis balas diciendo: —Ahora le disparo yo a usted y quedamos en paz. Dobló el brazo izquierdo, apoyó el revólver sobre el interior del codo y dirigió el cañón hacia el pecho de Tanaka con una sospechosa sonrisa en los labios. Tanaka, en lugar de mostrar temor, se limitó a sonreír. —¡Vamos, dispárame! —ordenó con aire burlón. —¿Por qué no? —contestó la chica. ¡Pum! De nuevo creímos que la fuerte detonación nos había destrozado los tímpanos. En esta ocasión, Tanaka se levantó de la silla, se tambaleó al dar un par de pasos, y luego cayó al suelo con un golpe sordo. Al principio nos echamos a reír, aunque pensábamos que la broma ya no tenía mucha gracia. Sin embargo, Tanaka no se incorporaba y seguía tirado en el suelo, absolutamente inmóvil e inerte, y nos volvimos a sentir intranquilos. ¿Se trataba de otro de sus trucos? Era difícil asegurarlo, ya que todo tenía una incomoda apariencia de realidad. No obstante, nos arrodillamos junto a él enseguida, aunque no sabíamos qué hacer con exactitud. El hombre que había estado sentado a mi lado cogió el candelabro de la mesa y lo sostuvo en alto. Con la luz pudimos ver a Tanaka tirado en el suelo de forma grotesca y con una desagradable mueca en el rostro. Un instante después se confirmaron nuestros peores temores al ver la sangre que manaba del pecho hasta formar un charco en el suelo. Aquellas señales nos llevaron a deducir que la segunda cámara del revólver, que él había hecho pasar por un simple juguete, contenía una bala de verdad. Permanecimos largo rato inmóviles y atónitos. Poco a poco mi menee se puso a reflexionar. ¿Había sido todo aquello parte del plan de Tanaka desde el principio? ¿Realmente había estado intentando cumplir la amenaza de quitarse la vida para que sus víctimas alcanzaran por fin el número de cien? Pero ¿por qué había escogido aquella Cámara Roja como escenario para su acto final? ¿Acaso quería que la camarera apareciese como culpable de su asesinato? En cualquier caso, ella era inocente, ya que cuando disparó contra él no sabía que la pistola era auténtica. De repente empecé a comprenderlo todo. ¡El recurso favorito de Tanaka! ¡Sí, de eso se trataba! Siguiendo una táctica habitual en sus otros 112 crímenes, se había servido de la camarera para que lo asesinara, aunque al mismo tiempo se aseguraba de que no sería castigada por ello. Era obvio que con nosotros seis como testigos quedaría exculpada. Yo estaba convencido de que aquel razonamiento era el correcto. El «superasesino» había matado por última vez. El resto de los presentes también parecía hallarse sumido en una profunda meditación. Veía con toda claridad que sus pensamientos eran idénticos a los míos. Sobre el grupo se cernió un silencio estremecedor. En el suelo, la camarera, que de modo involuntario se había convertido en asesina, lloraba como una histérica junto al cuerpo de la víctima. La tragedia acaecida a la luz de las velas de la Cámara Roja parecía, desde cualquier punto de vista, demasiado fantástica para haber tenido lugar en este mundo. Una súbita y extraña voz ahogó los intensos sollozos de la camarera. Un terrible escalofrío me recorrió la espalda al dirigir la vista hacia Tanaka, y en esta ocasión casi me desmayé. El «muerto», tambaleándose, se estaba poniendo en pie lentamente… En los tensos segundos que siguieron, el «cadáver» estalló en una sonora carcajada, sujetándose los costados con los brazos como para evitar que el cuerpo se le partiera en dos. Después nos miró y se burló de nosotros: —¡La verdad es que son ustedes un público la mar de ingenuo! Apenas había acabado de hablar cuando nos vimos expuestos a una nueva sorpresa. Ahora era la camarera, que había estado sollozando en el suelo, quien se incorporaba y daba rienda suelta a una convulsa risa. Nos frotamos los ojos y automáticamente, como si fuésemos robots, dirigimos nuestra mirada hacia Tanaka. —¿Qué…, qué ha pasado? —pregunté con timidez—. ¿Es que hemos sufrido todos algún hechizo? Tanaka ofreció la siguiente respuesta: —Eche un vistazo a esto. Aún riendo entre dientes, sacó de la palma de la mano una indescriptible masa rojiza y nos invitó a examinarla. —Es una pequeña bolsa hecha ron la vejiga de una vaca —explicó—. Hace unos momentos contenía salsa de tomate y estaba colocada en del interior de mi camisa. Cuando la chica disparó la bala de fogueo, presioné la bolsa para hacer que sangraba… Y ahora, otra confesión. Toda esa historia que les he contado esta noche no es más que pura invención de principio a fin. Pero deben ustedes admitir que soy un actor bastante bueno. Ya ven, caballeros, como sabía que eran víctimas del aburrimiento, simplemente trataba de aportarles un poco de emoción… 113 Cuando Tanaka terminó de descubrir sus trucos, la camarera que había actuado como cómplice apretó de pronto el interruptor de la pared. Sin previo aviso nos vimos inmersos en un potente resplandor, todos hechos una pifia en el centro de la fantástica estancia y mirándonos unos a otros entre parpadeos absurdos. Por primera vez desde que me había unido al grupo fui consciente de lo artificial que parecía todo en nuestra así denominada habitación del misterio. Y en lo que respecta a nosotros, no éramos sino un puñado de idiotas… Poco después de que Tanaka y la camarera se despidieran tuvimos una sesión extraordinaria. En esta ocasión no se contó historia alguna. En su lugar se tomó la unánime decisión de disolver la sociedad.

FIN

Marco Varralae

Creador

NarraMetrajes

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