Cuando abandonaron el recinto amurallado, bordearon los gigantescos almacenes Gum a los que acudían gentes de toda la ciudad
con la esperanza, muchas veces defraudada, de darle una sorpresa a sus
estómagos. Frente al Museo de Historia tomaron la vieja calle Nikolskay a,
rebautizada 25 de Octubre, para ascender la cuesta hacia la plazoleta donde
imperaba la estatua de Félix Dzerzhinski, tras la cual se levantaba el edificio
más temido de la nación.
—Voilà la Lubyanka —le señaló Grigóriev.
El Soldado 13 sabía la historia de aquella edificación y
se dedicó a contemplarla en silencio. La antigua casa de seguros, ocre y
adusta, había recibido hacía veinte años a los hombres que, convertidos en
apocalípticos azotes proletarios en la tierra, habían asumido la responsabilidad
de defender con cualesquiera métodos la revolución asediada por sus enemigos
internos y externos. Solo de mirar el edificio, tan denso que parecía encajado
en la tierra y por cuya acera no transitaba nadie, se sentía la fuerza emanante
de la impiedad más real: la que, como voluntad de un dios inapelable, decide
sobre la vida y la muerte, sin necesidad de protocolos, por encima de toda ley
social. El Soldado 13 sabía que detrás de aquellas paredes se manejaba su
propio destino y que, de algún modo, él se había convertido en un ladrillo más
en aquel magnífico edificio que, desde la oscuridad, tanto había hecho por la
supervivencia de la revolución.
El poder avasallante de la Lubyanka sería muy pronto su
poder, pensó, cuando descubrió que se equivocaba: aquél y a era su poder, y lo
había sentido en la mano que días antes sostuviera un puñal inglés.
—Como ves, la gente evita pasar por aquí —dijo Grigóriev
e hizo una pausa
—. Ésta es la plaza del miedo. Es un miedo que hemos
cultivado con esmero, un miedo necesario. Se cuentan muchas historias de la
Lubyanka, casi todas terribles. ¿Y sabes qué? La mayoría son ciertas. Los
burgueses utilizan muy bien el miedo, y nosotros tuvimos que aprenderlo y
ejercitarlo: sin miedo no se puede gobernar ni empujar a un país hacia el
futuro.
—El proletariado tiene derecho a defenderse, de la forma
que sea —dijo el Soldado 13 y Grigóriev sonrió.
—Veo que te han atiborrado de consignas. Ahórratelas
conmigo.
(...)
Luego de andar unas cuadras, otra vez en dirección al
Kremlin, entraron en la plaza del Manezh, y Grigóriev, deteniéndolo por un
brazo, le pidió que observara el edificio monumental erigido frente a ellos.
Sobre la entrada principal, el Soldado 13 encontró una identificación en
cirílico que logró leer: Hotel Moscú. Contempló el bloque de mampostería, de
varias plantas (diez, doce, pues su estructura hacía difícil saberlo), con una
columnata soportando un techo adosado que se proyectaba hacia el frente, y de
inmediato percibió una extraña falta de equilibrio.
— ¿Lo ves? —dijo Grigóriev y
agregó—: Es el primer gran hotel construido por el poder soviético. Un triunfo
de la arquitectura socialista.
El Soldado 13 asintió y permaneció en silencio, como le
habían enseñado. El edificio le parecía monstruoso, un adefesio caído del cielo
y encajado a la fuerza en una plaza con cuyo espíritu contrastaba
dolorosamente. Lo más insólito era que las dos mitades de la construcción, que
se abrían a partir del cuerpo central precedido por la fachada, eran
asimétricas. Una tenía columnas adosadas y otra no; los pisos superiores de la
torre izquierda tenían ventanas arqueadas, mientras que las de la torre derecha
lucían estrictas y cuadradas; las cornisas de uno y otro bloque corrían a
alturas diferentes, en una incompatible contraposición de proporciones y
estilos que producían un efecto desconcertante, capaz de reafirmar la primera
sensación de fealdad agresiva.
—Es horrible —susurró.
—Ahora te explico qué pasó (…) El camarada Stalin suele
ser un hombre muy directo. Y le puede molestar muchísimo que no cumplan bien
sus órdenes… Para que me entiendas: lo que viste fuera de este hotel es un
monumento a la obediencia que él exige y espera… Oye bien esto, te puede
enseñar mucho: cuando él decidió que se le debía dar una imagen nueva a Moscú,
escogió este lugar para que se construyera un hotel donde se alojarían sus
visitantes más distinguidos. A partir de sus sugerencias, pidió que le
presentaran dos proyectos diferentes. Como él piensa que Moscú debe comenzar a
convertirse en la capital de la arquitectura proletaria, tiene sus ideas al
respecto. Se las comentó al proyectista Schúsev y a los arquitectos Savéliev y
Stapran y les encargó los planos con la seguridad de que ellos sabrían
interpretar lo que él tenía en mente. Los arquitectos temblaron al oír lo que
Stalin les pedía y proyectaron, cada uno por su lado, lo que creyeron que
podían ser las ideas del Jefe. Pero cuando Schúsev le presentó los dos
proyectos, él no pudo verlos de inmediato, tenía otros problemas, y no se sabe
por qué, a la semana siguiente los planos volvieron a manos del proyectista
Schúsev… autorizados los dos por el camarada Stalin. ¿Cómo era posible?, se
preguntaron. ¿Quería dos hoteles, o quería los dos proyectos, o había firmado
los dos por error? La única solución era preguntarle al camarada Stalin si se
había equivocado, pero… ¿quién se atrevía a molestarlo en sus vacaciones en
Sochi? Además, el Secretario General nunca se confunde. Entonces Schúsev se
iluminó, como el genio que es: realizarían los dos proyectos en un solo
edificio, una mitad según el de Savéliev y la otra siguiendo el de Stapran… Así
nació este engendro, y Schúsev, Savéliev y Stapran lograron salir airosos. El
edificio es absurdo, un horror estético, pero existe y cumple con las ideas y
la decisión del camarada Stalin. Yo aprendí la lección, y espero que tú también
seas capaz de entenderla. ¡Salud, Soldado 13! —dijo y bebió hasta el fondo su
vaso de vodka.
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