Reflexiones sobre la guillotina. Albert Camus. (Extracto)

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  Poco antes de la guerra de 1914, se condenó a muerte, en Argel, a un asesino cuyo crimen había sido particularmente indignante (había acabado con una familia de agricultores, niños incluidos). Se trataba de un obrero agrícola que había matado en una especie de delirio sangriento y que había agravado su crimen al robar a sus víctimas. El caso tuvo una gran repercusión. La opinión más generalizada era que la decapitación constituía una pena demasiado benigna para semejante monstruo. Tal fue, según se me dijo, la opinión de mi padre, a quien había indignado particularmente el asesinato de los niños. En todo caso, una de las pocas cosas que de él sé, es que quiso asistir a la ejecución, por vez primera en su vida. Madrugó para dirigirse al lugar del suplicio, al otro extremo de la ciudad, en medio de una gran concurrencia popular. De lo que vio aquella mañana no dijo nada a nadie. Mi madre cuenta únicamente que volvió de prisa y corriendo, con el rostro desencajado, se negó a hablar, se tumbó un momento en la cama y de repente se puso a vomitar. Mí padre acababa de descubrir la realidad que se ocultaba bajo las fórmulas grandilocuentes con las que se la enmascaraba. En vez de acordarse de los niños asesinados, no podía pensar en otra cosa que en ese cuerpo palpitante al que acababan de arrojar sobre una plancha para cortarle el cuello. 
  
  Forzoso es creer que este acto ritual es lo suficientemente horrible como para lograr vencer la indignación de un hombre recto y sencillo y para que un castigo que él consideraba cien veces merecido no tuviera finalmente otro efecto que provocarle náuseas. Cuando la suprema justicia hace vomitar al hombre honrado al que supuestamente debe proteger, parace difícil sostener que cumple su función de introducir paz y orden en la sociedad. Revela, por el contrario, que no es menos indignante que el crimen, y que este nuevo homicidio, lejos de reparar la ofensa inferida al cuerpo social, añade una nueva mancha a la primera. Esto es tan cierto que nadie se atreve a hablar con franqueza de esta ceremonia. Como si fueran conscientes de lo que revela a la vez de provocador y de vergonzoso, los periodistas y los funcionarios que tienen el cometido de hablar de ella han creado al respecto una especie de lenguaje ritual reducido a fórmulas estereotipadas. Así, 2 a la hora del desayuno, podemos leer, en un rincón del periódico que el condenado «ha pagado su deuda a la sociedad», que «ha expiado su crimen» o que «a las cinco, se había hecho justicia». Los funcionarios hablan del condenado como «el interesado» o «el paciente», o lo designan por una sigla: el C. A. M. De la pena capital, no se escribe, me atrevo a decir, sino en voz baja. En nuestra civilizadísima sociedad, reconocemos la gravedad de una enfermedad cuando no nos atrevemos a hablar de ella directamente. Durante mucho tiempo, las familias burguesas se han limitado a decir que la hija mayor estaba delicada del pecho o que el padre tenía «unos bultos» porque la tuberculosis y el cáncer eran consideradas enfermedades un poco vergonzosas. Esto es aún más cierto, sin duda, en la pena de muerte, puesto que todo el mundo se esfuerza por no hablar de ella sino mediante eufemismos. La pena de muerte es al cuerpo político lo que el cáncer al cuerpo individual, con la sola diferencia de que nadie ha hablado jamás de la necesidad del cáncer. No se duda, por el contrario, en presentar comúnmente la pena de muerte como una lamentable necesidad, lo que legitima, a la vez, que se mate, ya que es necesario, y que no se habla de ello, ya que es lamentable. 

  Mi intención, por el contrario, es hablar de la pena de muerte con crudeza. No por gusto del escándalo ni, creo yo, por una malsana inclinación natural. Como escritor, siempre me han repugnado ciertas complacencias; como hombre, creo que los aspectos repelentes de nuestra condición, si bien son inevitables, deben ser afrontados en silencio. Pero cuando el silencio o las argucias del lenguaje contribuyen a mantener vivo un abuso que debe ser reformado o una desdicha que puede aliviarse, no hay otra solución que hablar claro y mostrar la obscenidad que se oculta bajo la capa de las palabras. Francia comparte con España e Inglaterra el bonito honor de ser uno de los últimos países, a este lado del telón de acero, que conservan la pena de muerte en su arsenal de represión. La supervivencia de este rito primitivo ha sido posible entre nosotros gracia a la despreocupación o la ignorancia de la opinión pública, que reacciona únicamente ante las frases ceremoniosas que se le han inculcado. 

  Cuando la imaginación duerme, las palabras se vacían de significado: un pueblo sordo registra distraídamente la condena de un hombre. Pero que se le muestre la máquina, que se le haga tocar la madera y el hierro, oír el ruido de la cabeza al caer, y la imaginación pública, súbitamente despierta, repudiará al mismo tiempo el vocabulario y el suplicio. 

  Cuando en Polonia los nazis procedían a hacer ejecuciones públicas de rehenes, les amordazaban con vendajes enyesados para evitar que profiriesen gritos de rebeldía y de libertad. Sería impúdico comparar la suerte de esas víctimas inocentes con la de los criminales condenados. Pero, dejando aparte que los criminales no son los únicos guillotinados entre nosotros, el método es el mismo. Sofocamos bajo palabras enguatadas un suplicio cuya legitimidad no puede afirmarse antes de haberlo examinado en su realidad. En vez de decir que la pena de muerte es ante todo necesaria y que luego es conveniente no hablar de ella, hay que hablar, por el contrario, de lo que realmente es y luego decir si, tal como es, debe considerarse necesaria.

  Personalmente, yo la considero no sólo inútil, sino también profundamente nociva, y debo consignar aquí esta convicción antes de entrar en el estudio de la cuestión. No sería honrado dar a entender que he llegado a esta conclusión después de las semanas de investigación que acabo de dedicar al problema. Pero tampoco sería honrado atribuir mi convicción a la mera sensiblería. Por el contrario, me siento tan alejado como es posible de ese blando enternecimiento en el que se complacen los humanitarios y en el que se confunden los valores y las responsabilidades, se igualan los crímenes y la inocencia pierde finalmente sus derechos. Contrariamente a muchos ilustres contemporáneos, yo no creo que el hombre sea, por naturaleza, un animal social. A fuer de sincero, pienso lo contrario. Pero sí creo, lo que es muy diferente, que no puede vivir ya fuera de una sociedad cuyas leyes son necesarias para su supervivencia física. Es preciso, pues, que la sociedad estableza por sí misma las responsabilidades según una escala razonable y eficaz. Pero la ley encuentra su última justificación en el bien que hace o no hace a la sociedad de un lugar y de 4 un tiempo dados. Durante años, no he podido ver en la pena de muerte sino un suplicio insoportable para la imaginación y un desorden perezoso que mi razón condenaba. Sin embargo, estaba dispuesto a pensar que la imaginación influía en mi juicio. Pero lo cierto es que durante estas semanas no he encontrado nada que no haya reforzado mi convicción o que haya modificado mis razonamientos. Muy al contrario, a los argumentos que eran ya los míos han venido a sumarse otros. Hoy, comparto completamente la convicción de Koestler: la pena de muerte mancha a nuestra sociedad y sus partidarios no pueden justificarla racionalmente. Sin recobrar su decisivo alegato, sin acumular hechos y cifras que constituirían una repetición inútil y que la precisión de Jean Bloch-Michel haría ociosos, desarrollaré tan sólo los razonamientos que prolongan los de Koestler y que, con ellos, militan por una abolición inmediata de la pena capital. 

  Sabido es que el gran argumento de los partidarios de la pena de muerte es la ejemplaridad del castigo. No se corta las cabezas únicamente para castigar a sus dueños, sino para intimidar, mediante una ejemplaridad espantosa, a los que pudieran sentirse tentados de imitarles. La sociedad no se venga, sólo quiere prevenir. La sociedad blande la cabeza para que los candidatos al crimen lean en ella su futuro y retrocedan.

  Este argumento sería impresionante si no fuera forzoso comprobar: 
  1. ° que ni la misma sociedad cree en la ejemplaridad de que habla;
  2° que no está probado que la pena de muerte haya hecho volverse atrás a un solo asesino decidido a serlo, mientras que es evidente que no ha tenido ningún efecto, si no es el de la fascinación, en millares de criminales;
 3.° que, en otro plano, constituye un ejemplo repugnante cuyas consecuencias son imprevisibles.

  En primer lugar, la sociedad no cree lo que dice. Si lo creyera de verdad, exhibiría las cabezas cortadas. Rodearía las ejecuciones del lanzamiento publicitario que da ordinariamente a los empréstitos nacionales o a las nuevas marcas de aperitivos. Sabido es, por el contrario, que las ejecuciones, entre nosotros, no se realizan ya en público y se perpetran en los patios de las prisiones 5 ante un número muy restringido de especialistas. Menos conocido es el porqué y desde cuándo. Se trata de una medida relativamente reciente. La última ejecución pública fue, en 1939, la de Weidmann, autor de varios asesinatos, al que sus hazañas habían dado gran notoriedad. Aquella mañana, una enorme muchedumbre se apretujaba en Versalles y, entre ella, un gran número de fotógrafos. Entre el momento en que se expuso a Weidmann a la muchedumbre y el de su decapitación se realizaron numerosas fotografías. Pocas horas más tarde, Paris-soir publicaba a toda página la secuencia gráfica de tan apetitoso acontecimiento. El buen pueblo de París pudo darse cuenta así de que la ligera máquina de precisión de que se había servido el verdugo era tan diferente de la guillotina histórica como un Jaguar puede serlo de nuestros viejos automóviles de Dion-Bouton. Contrariamente a lo que podía esperarse, la administración y el gobierno encajaron muy mal esa excelente publicidad y clamaron que la prensa había querido halagar los instintos sádicos de sus lectores. Se decidió, en consecuencia, que en adelante las ejecuciones no se efectuarían ya en público, disposición que, poco después habría de facilitar el trabajo de las autoridades de la ocupación nazi.

Fuga de Sueños

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